Se ha dicho: el fin de la literatura ha llegado; los hombres aprenden escuchando y mirando; la imagen tomó posesión de la cultura. El solitario solidario ve el aparato sordomudo, y acaricia los libros. Ellos son sus pontífices: abaten, al abrirlos, sus puentes levadizos entre una y otra época, entre un país y otro, entre una y otra alma, y una y otra opinión. El lector necesita ser su cómplice, hundirse en ellos, colaborar con ellos, ofrecerse. A cambio recibirá lo mejor de otro ser: una compañía que no le habría proporcionado con su convivencia, una pértiga que salta por encima del espacio y del tiempo.
EL MUNDO, 23 de abril de 2002
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