Sal con una chica que no lee. Encuéntrala 
en medio de la fastidiosa mugre de un bar del medio oeste. Encuéntrala 
en medio del humo, del sudor de borracho y de las luces multicolores de 
una discoteca de lujo. Donde la encuentres, descúbrela sonriendo y 
asegúrate de que la sonrisa permanezca incluso cuando su interlocutor le
 haya quitado la mirada.
 Cautívala con trivialidades poco 
sentimentales; usa las típicas frases de conquista y ríe para tus 
adentros. Sácala a la calle cuando los bares y las discotecas hayan dado
 por concluida la velada; ignora el peso de la fatiga. Bésala bajo la 
lluvia y deja que la tenue luz de un farol de la calle los ilumine, así 
como has visto que ocurre en las películas. Haz un comentario sobre el 
poco significado que todo eso tiene. Llévatela a tu apartamento y 
despáchala luego de hacerle el amor. Tíratela.
Deja que la especie de contrato que sin 
darte cuenta has celebrado con ella se convierta poco a poco, 
incómodamente, en una relación. Descubre intereses y gustos comunes como
 el sushi o la música country, y construye un muro impenetrable 
alrededor de ellos. Haz del espacio común un espacio sagrado y regresa a
 él cada vez que el aire se torne pesado o las veladas parezcan 
demasiado largas. Háblale de cosas sin importancia y piensa poco. Deja 
que pasen los meses sin que te des cuenta. Proponle que se mude a vivir 
contigo y déjala que decore. Peléale por cosas insignificantes como que 
la maldita cortina de la ducha debe permanecer cerrada para que no se 
llene de ese maldito moho. Deja que pase un año sin que te des cuenta. 
Comienza a darte cuenta.
Concluye que probablemente deberían casarse
 porque de lo contrario habrías perdido mucho tiempo de tu vida. 
Invítala a cenar a un restaurante que se salga de tu presupuesto en el 
piso cuarenta y cinco de un edificio y asegúrate de que tenga una vista 
hermosa de la ciudad. Tímidamente pídele al mesero que le traiga la copa
 de champaña con el modesto anillo adentro. Apenas se dé cuenta, 
proponle matrimonio con todo el entusiasmo y la sinceridad de los que 
puedas hacer acopio. No te preocupes si sientes que tu corazón está a 
punto de atravesarte el pecho, y si no sientes nada, tampoco le des 
mucha importancia. Si hay aplausos, deja que terminen. Si llora, sonríe 
como si nunca hubieras estado tan feliz, y si no lo hace, igual sonríe.
Deja que pasen los años sin que te des 
cuenta. Construye una carrera en vez de conseguir un trabajo. Compra una
 casa y ten dos hermosos hijos. Trata de criarlos bien. Falla a menudo. 
Cae en una aburrida indiferencia y luego en una tristeza de la misma 
naturaleza. Sufre la típica crisis de los cincuenta. Envejece. 
Sorpréndete por tu falta de logros. En ocasiones siéntete satisfecho 
pero vacío y etéreo la mayor parte del tiempo. Durante las caminatas, 
ten la sensación de que nunca vas regresar, o de que el viento puede 
llevarte consigo. Contrae una enfermedad terminal. Muere, pero solo 
después de haberte dado cuenta de que la chica que no lee jamás hizo 
vibrar tu corazón con una pasión que tuviera significado; que nadie va a
 contar la historia de sus vidas, y que ella también morirá arrepentida 
porque nada provino nunca de su capacidad de amar.
Haz todas estas cosas, maldita sea, porque 
no hay nada peor que una chica que lee. Hazlo, te digo, porque una vida 
en el purgatorio es mejor que una en el infierno. Hazlo porque una chica
 que lee posee un vocabulario capaz de describir el descontento de una 
vida insatisfecha. Un vocabulario que analiza la belleza innata del 
mundo y la convierte en una alcanzable necesidad, en vez de algo 
maravilloso pero extraño a ti. Una chica que lee hace alarde de un 
vocabulario que puede identificar lo espacioso y desalmado de la 
retórica de quien no puede amarla, y la inarticulación causada por el 
desespero del que la ama en demasía. Un vocabulario, maldita sea, que 
hace de mi sofística vacía un truco barato.
Hazlo porque la chica que lee entiende de 
sintaxis. La literatura le ha enseñado que los momentos de ternura 
llegan en intervalos esporádicos pero predecibles y que la vida no es 
plana. Sabe y exige, como corresponde, que el flujo de la vida venga con
 una corriente de decepción. Una chica que ha leído sobre las reglas de 
la sintaxis conoce las pausas irregulares –la vacilación en la 
respiración– que acompañan a la mentira. Sabe cuál es la diferencia 
entre un episodio de rabia aislado y los hábitos a los que se aferra 
alguien cuyo amargo cinismo countinuará, sin razón y sin propósito, 
después de que ella haya empacado sus maletas y pronunciado un inseguro 
adiós. Tiene claro que en su vida no seré más que unos puntos 
suspensivos y no una etapa, y por eso sigue su camino, porque la 
sintaxis le permite reconocer el ritmo y la cadencia de una vida bien 
vivida.
Sal con una chica que no lee porque la que 
sí lo hace sabe de la importancia de la trama y puede rastrear los 
límites del prólogo y los agudos picos del clímax; los siente en la 
piel. Será paciente en caso de que haya pausas o intermedios, e 
intentará acelerar el desenlace. Pero sobre todo, la chica que lee 
conoce el inevitable significado de un final y se siente cómoda en 
ellos, pues se ha despedido ya de miles de héroes con apenas una pizca 
de tristeza.
No salgas con una chica que lee porque 
ellas han aprendido a contar historias. Tú con la Joyce, con la Nabokov,
 con la Woolf; tú en una biblioteca, o parado en la estación del metro, 
tal vez sentado en la mesa de la esquina de un café, o mirando por la 
ventana de tu cuarto. Tú, el que me ha hecho la vida tan difícil. La 
lectora se ha convertido en una espectadora más de su vida y la ha 
llenado de significado. Insiste en que la narrativa de su historia es 
magnífica, variada, completa; en que los personajes secundarios son 
coloridos y el estilo atrevido. Tú, la chica que lee, me hace querer ser
 todo lo que no soy. Pero soy débil y te fallaré porque tú has soñado, 
como corresponde, con alguien mejor que yo y no aceptarás la vida que te
 describí al comienzo de este escrito. No te resignarás a vivir sin 
pasión, sin perfección, a llevar una vida que no sea digna de ser 
narrada. Por eso, largo de aquí, chica que lee; coge el siguiente tren 
que te lleve al sur y llévate a tu Hemingway contigo.
 Te odio, de verdad
 te odio.
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