domingo, 19 de octubre de 2014

#HeForShe Emma Watson speech/ Discurso de Emma Watson

“Fui nombrada embajadora de buena voluntad de la ONU hace seis meses y he descubierto que mientras más hablo del feminismo, más caigo en cuenta de que luchar por los derechos de las mujeres es para muchos sinónimo de odiar a los hombres. Y si de algo estoy segura es de que esto tiene que terminar. Para el registro, feminismo, por definición, es creer que tanto hombres como mujeres deben tener iguales derechos y oportunidades. Es la teoría política, económica y social de la igualdad de sexos.

Me empecé a cuestionar sobre la igualdad entre los géneros hace mucho tiempo. A los ocho años, por ejemplo, me preguntaba por qué me llamaban mandona por querer dirigir una obra para nuestros padres cuando a los chicos no les decían lo mismo. A los 14, (cuando ya trabajaba en el cine), comencé a ser sexualizada por ciertos grupos de la prensa. A los 15, mis amigas rechazaban unirse a equipos deportivos para no parecer masculinas. A los 18, mis amigos varones eran incapaces de manifestar sus sentimientos. Entonces decidí que era feminista.

Esto no parecía complicado para mí, pero mis investigaciones recientes me han demostrado que feminismo se ha vuelto una palabra poco popular. Las mujeres han decidido no identificarse como feministas por que, aparentemente, ante los ojos de otros, esta expresión las hace ver agresivas, anti- hombres y hasta poco atractiva. ¿Por qué se ha convertido en una palabra incómoda?

Yo nací en el Reino Unido y creo que es justo que me paguen lo mismo que a mis compañeros varones. Creo que es lo debido que yo pueda tomar decisiones sobre mi propio cuerpo y que las mujeres sean parte de las políticas y decisiones que afectarán a mi vida. Creo que, socialmente, merezco el mismo respeto que un hombre. Pero, lamentablemente, puedo decir que no existe un solo país en el mundo en el que todas las mujeres puedan ver estos derechos cristalizados. Ningún país en el mundo puede decir que ha alcanzado por completo la igualdad de género. Estos derechos, que yo considero derechos humanos, no son para todas… soy una de las pocas afortunadas.

Me considero privilegia porque mis padres no me quisieron menos por haber nacido mujer y porque en mi escuela no me limitaron por serlo. Mis mentores (en la actuación) no asumieron que yo llegaría menos lejos por la posibilidad de que en algún momento me convierta en madre. Y estas son las influencias que me han hecho la persona que soy hoy. Ellos pueden no saberlo pero ellos son los embajadores de igualdad que están cambiando el mundo. Necesitamos más como ellos. Y si todavía odias la palabra feminismo, te diré que no es la palabra lo importante. Es la idea y la ambición que hay detrás, porque no todas las mujeres tienen los mismos derechos que yo tengo hoy. En realidad, estadísticamente, muy pocas los tienen.

En 1997, Hillary Clinton dio un famoso discurso en Beijing sobre los derechos de las mujeres. Lamentablemente, aquellas cosas que ella deseaba cambiar en esa época son hoy todavía una realidad. Menos del 30% de los que le oían eran varones. ¿Cómo podemos esperar un cambio cuando la mitad de ellos está invitado a participar de la conversación?

Hombres, me gustaría tomar esta oportunidad para hacerles llegar una invitación formal. La igualdad de género también es tu problema. Hasta la fecha, veo como el rol de mi padre es valorado menos por la sociedad pese a que ha sido igual de importante en mi vida que mi madre. También he visto a hombres aguantando el dolor de una enfermedad mental por miedo a pedir ayuda porque eso los hará ver menos masculinos. De hecho, el suicidio en el Reino Unido es lo que más hombres mata. Los he visto asustados de lo que se les indica que es el éxito para un varón porque los hombres tampoco tienen los beneficios de la igualdad.

No hablamos sobre hombres encarcelados por los estereotipos de su género, pero allí están. Si al hombre no se le hace creer que tiene que ser agresivo, la mujer no será sumisa. Si al hombre no se le enseña que tiene que ser controlador, la mujer no será controlada. Ambos. Hombres y mujeres deben sentirse libres de ser fuertes. Es hora de que veamos a los géneros como un conjunto en vez de como un juego de polos opuestos. Debemos parar de desafiarnos los unos a los otros. Ambos podemos ser más libres y de esto es de lo que se trata la campaña: de libertad.

Quiero que los hombres se comprometan para que así sus hijas, hermanas y madres se liberen del prejuicio y también para que sus hijos se sientan con permiso de ser vulnerables, humanos y una versión más honesta y completa de ellos mismos.

Ustedes deben pensar: ¿Quién es esta chica de “Harry Potter” y qué hace aquí en la ONU? Pues es una muy buena pregunta, yo también me la he estado haciendo. Pero todo lo que sé ahora es que, realmente, me interesa este problema y quiero ayudar a que las cosas mejoren. Habiendo visto lo que he visto y teniendo la oportunidad de hacer algo para cambiarlo, es mi responsabilidad decir algo.
Edmund Burke decía que todo lo que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos y las mujeres buenas no hagan nada.

En mi nerviosismo por este discurso… en mis momentos de duda me digo firmemente: “Si no soy yo, ¿quién? Si no es hoy, ¿cuándo? Si tienes dudas cuando se te presenta una oportunidad, espero que estas palabras te sean útiles. Porque la realidad es que si no hacemos nada hoy, van a tener que pasar 75 años o quizás 100 para que una mujer pueda esperar recibir el mismo salario que un hombre por el mismo trabajo. Más de 15 millones de niñas serán forzadas a casarse en los próximos 16 años y, al mismo ritmo, no será hasta el 2086 que las mujeres de las áreas rurales de África puedan ir a la escuela secundaria.

Si crees en la igualdad, debes ser uno de esos feministas de las que hable poco antes y por eso yo te aplaudo. Para hacer el cambio necesitamos estar unidos y las buenas noticias son que ahora tenemos una organización unida. Te invito a que te dejes ver y que te preguntes: Si no soy yo, ¿quién? Si no es hoy, ¿cuándo? Muchas gracias”.



ORIGINAL SPEECH:

Today we are launching a campaign called for HeForShe. I am reaching out to you because we need your help. We want to end gender inequality, and to do this, we need everyone involved. This is the first campaign of its kind at the UN. We want to try to mobilize as many men and boys as possible to be advocates for change. And, we don’t just want to talk about it. We want to try and make sure that it’s tangible.

I was appointed as Goodwill Ambassador for UN Women six months ago. And, the more I spoke about feminism, the more I realized that fighting for women’s rights has too often become synonymous with man-hating. If there is one thing I know for certain, it is that this has to stop.
For the record, feminism by definition is the belief that men and women should have equal rights and opportunities. It is the theory of political, economic and social equality of the sexes.

I started questioning gender-based assumptions a long time ago. When I was 8, I was confused for being called bossy because I wanted to direct the plays that we would put on for our parents, but the boys were not. When at 14, I started to be sexualized by certain elements of the media. When at 15, my girlfriends started dropping out of sports teams because they didn’t want to appear muscly. When at 18, my male friends were unable to express their feelings.

I decided that I was a feminist, and this seemed uncomplicated to me. But my recent research has shown me that feminism has become an unpopular word. Women are choosing not to identify as feminists. Apparently, I’m among the ranks of women whose expressions are seen as too strong, too aggressive, isolating, and anti-men. Unattractive, even.

Why has the word become such an uncomfortable one? I am from Britain, and I think it is right I am paid the same as my male counterparts. I think it is right that I should be able to make decisions about my own body. I think it is right that women be involved on my behalf in the policies and decisions that will affect my life. I think it is right that socially, I am afforded the same respect as men.

But sadly, I can say that there is no one country in the world where all women can expect to see these rights. No country in the world can yet say that they achieved gender equality. These rights, I consider to be human rights, but I am one of the lucky ones.

My life is a sheer privilege because my parents didn’t love me less because I was born a daughter. My school did not  limit me because I was a girl. My mentors didn't assume that I would go less far because I might give birth to a child one day. These influences were the gender equality ambassadors that made me who I am today. They may not know it, but they are the inadvertent feminists that are changing the world today. We need more of those.

And if you still hate the word, it is not the word that is important. It’s the idea and the ambition behind it, because not all women have received the same rights I have. In fact, statistically, very few have.

In 1997, Hillary Clinton made a famous speech in Beijing about women’s rights. Sadly, many of the things that she wanted to change are still true today. But what stood out for me the most was that less than thirty percent of the audience were male. How can we effect change in the world when only half of it is invited or feel welcome to participate in the conversation?

Men, I would like to take this opportunity to extend your formal invitation. Gender equality is your issue, too. Because to date, I’ve seen my father’s role as a parent being valued less by society, despite my need of his presence as a child, as much as my mother’s. I’ve seen young men suffering from mental illness, unable to ask for help for fear it would make them less of a man. In fact, in the UK, suicide is the biggest killer of men between 20 to 49, eclipsing road accidents, cancer and coronary heart disease. I’ve seen men made fragile and insecure by a distorted sense of what constitutes male success. Men don’t have the benefits of equality, either.

We don’t often talk about men being imprisoned by gender stereotypes, but I can see that they are, and that when they are free, things will change for women as a natural consequence. If men don’t have to be aggressive in order to be accepted, women won’t feel compelled to be submissive.If men don't have to contral, women won't have to be controlled.

Both men and women should feel free to be sensitive. Both men and women should feel free to be strong. It is time that we all perceive gender on a spectrum, instead of two sets of opposing ideals. If we stop defining each other by what we are not, and start defining ourselves by who we are, we can all be freer, and this is what HeForShe is about. It’s about freedom.
I want men to take up this mantle so that their daughters, sisters, and mothers can be free from prejudice, but also so that their sons have permission to be vulnerable and human too, reclaim those parts of themselves they abandoned, and in doing so, be a more true and complete version of themselves.

You might be thinking, “Who is this Harry Potter girl, and what is she doing speaking at the UN?” And, it’s a really good question. I’ve been asking myself the same thing.
All I know is that I care about this problem, and I want to make it better. And, having seen what I’ve seen, and given the chance, I feel it is my responsibility to say something.
Statesman Edmund Burke said, “All that is needed for the forces of evil to triumph is for good men and women to do nothing.”

In my nervousness for this speech and in my moments of doubt, I told myself firmly, “If not me, who? If not now, when?” If you have similar doubts when opportunities are presented to you, I hope those words will be helpful. Because the reality is that if we do nothing, it will take seventy-five years, or for me to be nearly 100, before women can expect to be paid the same as men for the same work. 15.5 million girls will be married in the next 16 years as children. And at current rates, it won't be until 2086 before all rural African girls can have a secondary education.

If you believe in equality, you might be one of those inadvertent feminists that I spoke of earlier, and for this, I applaud you. We are struggling for a uniting word, but the good news is, we have a uniting movement. It is called HeForShe. I invite you to step forward, to be seen and to ask yourself, “If not me, who? If not now, when?”

 Thank you very, very much.



viernes, 17 de octubre de 2014

PACTO DE SANGRE. Mario Benedetti.


A esta altura ya nadie me nombra por mi nombre: Octavio. Todos me llaman abuelo. Incluida mi propia hija. Cuando uno tiene, como yo, ochenta y cuatro años, qué más puede pedir. No pido nada. Fui y sigo siendo orgulloso. Sin embargo, hace ya algunos años que me he acostumbrado a estar en la mecedora o en la cama.

No hablo. Los demás creen que no puedo hablar, incluso el médico lo cree. Pero yo puedo hablar. Hablo por la noche, monologo, naturalmente que en voz muy baja, para que no me oigan. Hablo nada más que para asegurarme de que puedo. Total, ¿para qué? Afortunadamente, puedo ir al baño por mí mismo, sin ayuda.

Esos siete pasos que me separan del lavabo o del inodoro, aún puedo darlos. Ducharme no. Eso no podría hacerlo sin ayuda, pero para mi higiene general viene una vez por semana (me gustaría que fuese más frecuente, pero al parecer sale muy caro) el enfermero y me baña en la cama. No lo hace mal. Lo dejo hacer, qué más remedio. Es más cómodo y además tiene una técnica excelente. Cuando al final me pasa una toalla húmeda y fría por los testículos, siento que eso me hace bien, salvo en pleno invierno. Me hace bien, aunque, claro, ya nadie puede resucitar al muerto. A veces, cuando voy al baño, miro en el espejo mis vergüenzas y nunca mejor aplicado el término. Mis vergüenzas. Unas barbas de chivo, eso son. Pero confieso que la toalla fría del enfermero hace que me sienta mejor. Es lo más parecido al «baño vital» que me recomendó un naturista hace unos sesenta años. Era (él, no yo) un viejito, flaco y totalmente canoso, con una mirada pálida pero sabihonda y una voz neutra y sin embargo afable. Me hizo sentar frente a él, me dio un vistazo que no duró más de un minuto, y de inmediato empezó a escribir a máquina, una vieja Remington que parecía un tranvía. Era mi ficha de nuevo paciente. A medida que escribía, iba diciendo el texto en voz alta, probablemente para comprobar si yo pretendía refutarlo. Era increíble. Todo lo que iba diciendo era rigurosamente cierto. Dos veces sarampión, una vez rubéola y otra escarlatina, difteria, tifus, de niño hizo mucha gimnasia, menos mal porque si no hoy tendría problemas respiratorios; varices prematuras, hernia inguinal reabsorbida, buena dentadura, etcétera. Hasta ese día no me había dado cuenta de que era poseedor de tantas taras juntas. Pero gracias a aquel tipo y sus consejos, de a poco fui mejorando. Lo malo vino después, con años y más años. Años. No hay naturista ni matasanos que te los quite. Ahora que debo quedarme todo el tiempo quieto y callado (quieto, por obligación; callado, por vocación), mi diversión es recorrer mi vida, buscar y rebuscar algún detalle que creía olvidado y sin embargo estaba oculto en algún recoveco de la memoria. Con mis ojos casi siempre llorosos (no de llanto sino de vejez) veo y recorro las palmas de mis manos. Ya no conservan el recuerdo táctil de las mujeres que acaricié, pero en la mente sí las tengo, puedo recorrer sus cuerpos como quien pasa una película y detener la cámara a mi gusto para fijarme en un cuello (¿será el de Ana?) que siempre me conmovió, en unos pechos (¿serán los de Luisa?) que durante un año entero me hicieron creer en Dios, en una cintura (¿será la de Carmen?) que reclamaba mis brazos que entonces eran fuertes, en cierto pubis de musgo rubio al que yo llamaba mi vellocino de oro (¿será el de Ema?) que aparecía tanto en mis ensueños (matorral de lujuria) como en mis pesadillas (suerte de Moloch que me tragaba para siempre). Es curioso, a menudo me acuerdo de partículas de cuerpo y no de los rostros o los nombres. Sin embargo, otras veces recuerdo un nombre y no tengo idea de a qué cuerpo correspondía. ¿Dónde estarán esas mujeres? ¿Seguirán vivas? ¿Las llamarán abuelas, sólo abuelas, y no habrá nadie que las llame por sus nombres? La vejez nos sumerge en una suerte de anonimato. En España dicen, o decían, los diarios: murió un anciano de sesenta años. Los cretinos. ¿Qué categoría reservan entonces para nosotros, octogenarios pecadores? ¿Escombros? ¿Ruinas? ¿Esperpentos? Cuando yo tenía sesenta era cualquier cosa menos un anciano. En la playa jugaba a la paleta con los amigos de mis hijos y les ganaba cómodamente. En la cama, si la interlocutora cumplía dignamente su parte en el diálogo corporal, yo cumplía cabalmente con la mía. En el trabajo no diré que era el primero pero sí que integraba el pelotón. Supe divertirme, eso sí, sin agraviar a Teresa. He ahí un nombre que recuerdo junto a su cuerpo. Claro que es el de mi mujer. Estuvimos tantas veces juntos, en el dolor pero sobre todo en el placer. Ella, mientras pudo, supo cómo hacerlo. Puede ser que se imaginara que yo tenía mis cosas por ahí, pero jamás me hizo una escena de celos, esas porquerías que corroen la convivencia.

Como contrapartida, cuidé siempre de no agraviarla, de no avergonzarla, de no dejarla en ridículo (primera obligación de un buen marido), porque eso sí es algo que no se perdona. La quise bien, claro que con un amor distinto. Era de alguna manera mi complemento, y también el colchón de mis broncas. Suficiente. Le hice tres varones y una hembra. Suficiente. El ataque de asma que se la llevó fue el prólogo de mi infarto. Sesenta y ocho tenía, y yo setenta. O sea que hace catorce años. No son tantos. Ahí empezó mi marea baja. Y sigue. ¿Con quién voy a hablar? Me consta que para mi hija y para mi yerno soy un peso muerto. No diré que no me quieren, pero tal vez sea de la manera como se puede querer a un mueble de anticuario o a un reloj de cuco o (en estos tiempos) a un horno de misar. No digo que eso sea injusto. Sólo quiero que me dejen pensar. Viene mi hija por la mañana temprano y no me dice qué tal papá sino qué tal abuelo, como si no proviniera de mi prehistórico espermatozoide. Viene mi yerno al mediodía y dice qué tal abuelo. En él no es una errata sino una muestra de afecto, que aprecio como corresponde, ya que él procede de otro espermatozoide, italiano tal vez puesto que se llama Aldo Cagnoli. Qué bien, me acordé del nombre completo. A una y a otro les respondo siempre con una sonrisa, un cabeceo conformista y una mirada, lacrimosa como de costumbre, pero inteligente. Esto me lo estoy diciendo a mí mismo, de modo que no es vanidad ni presunción ni coquetería senil, algo que hoy se lleva mucho. Digo inteligente, sencillamente porque es así. También tengo la impresión de que ellos agradecen al Señor de que yo no pueda hablar (eso se creen). Imagino que se imaginan: cuánta cháchara de viejo nos estamos ahorrando. Y sin embargo, bien que se lo pierden. Porque sé que podría narrarles cosas interesantes, recuerdos que son historia. Qué saben ellos de las dos guerras mundiales, de los primeros Ford a bigote, de los olímpicos de Colombes, de la muerte de Batlle y Ordóñez, de la despedida a Rodó cuando se fue a Italia, de los festejos cuando el Centenario. Como esto lo converso sólo conmigo, no tengo por qué respetar el orden cronológico, menos mal. Qué saben, ¿eh? Sólo una noticia, o una nota al pie de página, o una mención en la perorata de un político. Nada más. Pero el ambiente, la gente en las calles, la tristeza o el regocijo en los rostros, el sol o la lluvia sobre las multitudes, el techo de paraguas en la Plaza Cagancha cuando Uruguay le ganó tres a dos a Italia en las semifinales de Amsterdam y el relato del partido no venía como ahora por satélite sino por telegramas (Carga uruguaya; Italia cede córner; los italianos presionan sobre la valla defendida por Mazali; Scarone tira desviado, etc.) Nada saben y se lo pierden. Cuando mi hija viene y me dice qué tal abuelo, yo debería decirle te acordás de cuando venías a llorar en mis rodillas porque el hijo del vecino te había dicho che negrita y vos creías que era un insulto ya que te sabías blanca, y yo te explicaba que el hijo del vecino te decía eso porque tenías el pelo oscuro, pero que además, de haber sido negrita, eso no habría significado nada vergonzoso porque los negros, salvo en su piel, son iguales a nosotros y pueden ser tan buenos o tan malos como los blanquísimos. Y vos dejabas de llorar en mis rodillas (los pantalones quedaban mojados, pero yo te decía no te preocupes, m'hijita, las lágrimas no manchan) y salías de nuevo a jugar con los otros niños y al hijo del vecino lo sumías en un desconcierto vitalicio cuando le decías, con todo el desprecio de tus siete años: che blanquito. Podría recordarte eso, pero para qué. Tal vez dirías, ay abuelo, con qué pavadas me venís ahora, a lo mejor no lo decías, pero no quiero arriesgarme a ese bochorno. No son pavadas, Teresita (te llamas como tu madre, se ve que la imaginación no nos sobraba), yo te enseñé algunas cosas y tu madre también. Pero por qué cuando hablás de ella decías, entonces vivía mamá, y a mí en cambio me preguntás qué tal, abuelo. A lo mejor, si me hubiera muerto antes que ella, hoy dirías, cuando vivía papá. La cosa es que, para bien o para mal, papá vive, no habla pero piensa, no habla pero siente.
El único que con todo derecho me dice abuelo es, por supuesto, mi nieto, que se llama Octavio como yo (al parecer, tampoco a mi hija y a mi yerno les sobraba imaginación). Ahí está la clave. Cuando le digo Octavio. Le digo. Porque con mi nieto es con el único ser humano con el que hablo, además de conmigo mismo, claro. Esto empezó hace un año, cuando Octavio tenía siete. Una vez yo estaba con los ojos cerrados y, creyéndome solo, dije en voz no muy alta pero audible, carajo, me duele el riñón. Pero no estaba solo. Sin que yo lo advirtiera había entrado mi nieto. Pero abuelo, estás hablando, dijo con un asombro alegre que me conmovió. Le pregunté si había alguien en la casa y como dijo que no, que no había nadie, le propuse un convenio. Por un lado él mantenía el secreto de que yo podía hablar, y por otro, yo le contaría cuentos que nadie sabía. Está bien, dijo, pero tenemos que sellarlo con sangre. Salió y volvió casi enseguida con una hoja de afeitar, un frasco de alcohol y un paquete de algodón. Se las arregla muy bien y además conoce esos trámites desde que le dieron toda una serie de inyecciones con una vacuna contra la alergia. Con toda tranquilidad me hizo un tajito minúsculo y él se hizo otro, ambos en las muñecas, suficientes como para que salieran unas gotas de sangre, luego juntamos nuestras heridas mínimas y nos abrazamos. Octavio humedeció el algodón con un poco de alcohol, lo apoyó en ambas señales secretas hasta que no salió más sangre y salió corriendo a dejar todo su instrumental en el botiquín. Desde entonces, y siempre que quedamos solos en casa, algo que ocurre con frecuencia, él viene a que, en cumplimiento del pacto, le cuente cuentos desconocidos, inéditos. Cuando salen mi hija y mi yerno, le dicen a ver si cuidás al abuelo, y él responde que sí, con un gestito de fastidio para disimular, pero enseguida me hace un guiño cómplice, y no bien se escucha el portazo que garantiza nuestra intimidad, trae una silla, la coloca junto a mi mecedora o a mi cama y se queda a la espera de mis cuentos, que, como exigencia irrenunciable de nuestro pacto de sangre, deben ser totalmente nuevos. Y ahí viene mi problema, porque buena parte del día me la paso con los ojos cerrados, como si durmiera, pero en realidad pergeñando el próximo cuento y cuidando hasta los mínimos detalles, ya que si en un cuento anterior el zorro se había lastimado una pata en una trampa y ahora anda corriendo en busca de gallinas, Octavio de inmediato me hace notar que aún no tuvo tiempo de curarse y entonces debo improvisar una fe de erratas oral y donde dije corre debe decir renquea. Y si el viejo brujo de la montaña se había quedado calvo por el esfuerzo de azotar diariamente a los gnomos del bosque y en un cuento posterior se peinaba mirándose en la laguna, Octavio enseguida observa, pero cómo, ¿no era calvo? Y ahí puedo salir un poco mejor del atolladero, ya que el brujo, por el mero hecho de ser brujo, puede, mediante un ensalmo, recuperar el pelo. Y el nieto pregunta si se da el caso que él quede pelado, también podrá recuperar el pelo. Vos no, lo desengaño, porque no sos ni serás brujo. Y él dice qué lástima y tiene un poco de razón, porque si yo hubiera sido brujo también me habría hecho crecer el pelo que perdí sin remedio antes de los cincuenta.

No soy yo el único que narra, también él me cuenta lo que ocurre en el colegio, en la calle, en la televisión, en el estadio. Es hincha de Danubio y se asombra de que yo sea de Wanderers. Trato de hacer proselitismo, pero evidentemente no hay nadie capaz de convertirlo en tránsfuga. Entonces le cuento viejos partidos o jugadas célebres, como cuando Piendibeni le hizo el célebre gol al divino Zamora, o cuando el manco Castro usaba con alevosía su muñón en el área penal, o cuando el flaco García mantuvo invicta su valla (claro que los backs eran nada menos que Nazassi y Domingos da Guía) durante una rueda y media, o cuando Ghiggia hizo el gol de la victoria en Maracaná, o cuando o cuando o cuando, y él me escucha como a un oráculo y yo pienso qué suerte todavía puedo hablar para crear este asombro suyo y este placer mío. La verdad es que no recuerdo cómo eran mis hijos cuando tenían la edad que hoy tiene Octavio. El mayor murió. ¿Cuánto hace que murió Simón? Fue después de lo de Teresa. Al fin y al cabo ¿qué importa la fecha? Murió y se acabó. No tuvo hijos, creo, ¿o los habré olvidado? Nunca estoy seguro de mis lagunas, que a veces son océanos. El segundo, Braulio, sí los tuvo, pero todos están en Denver, ¿qué habrá ido a hacer allí? La verdad es que no recuerdo. A veces manda fotos, tomadas con su encantadora Polaroid, o alguna postal, con un abrazo para el Viejo. Soy yo. Él no me dice abuelo, me dice Viejo. Me cago en la diferencia. Reconozco que una vez me mandó una radio a transistores. Todavía la tengo y a veces la oigo. Pero a menudo se queda sin pilas y tendría que pedirlas. Pero no pido nada. Nunca pido nada. Reconozco que soy un orgulloso de mierda, pero a esta altura no voy a reeducarme, ¿no es cierto? Total, el que me jodo soy yo, porque si la radio tuviera simples pilas, podría escuchar alguno que otro partido, no muchos porque los locutores en general me cansan con su entusiasmo fingido y sus fallas de sintaxis. También podría escuchar el Sodre cuando pasan música clásica, que es la única que digiero. La alegría que tuve aquella tarde en que pude escuchar el Septimino. Lo tenía en disco, hace tiempo, vaya a saber dónde está. Quizá lo de las pilas podría solucionarse, sin mengua de mi podrido orgullo, diciéndoselo a mi nieto, para que éste, en cumplimiento de nuestro pacto de sangre y guardando siempre nuestro secreto, le dijera a mi hija, mirá la radio del abuelo, está sin pilas, y entonces lo mandaran a la ferretería de la esquina para que me las trajera. Con eso alcanza. Yo las sé colocar, aunque a veces las pongo al revés y la radio no funciona. En alguna ocasión me ha llevado un buen cuarto de hora hallar la posición adecuada para las cuatro de 1,5 voltios, pero igual me sirve para entretenerme un poco. ¿Qué más puedo hacer? Leer, ya no puedo. Televisión, tampoco. Pero escuchar la radio o cambiarle las pilas, sí. Mi tercer hijo se llama Diego y está en Europa, enseña en Zurich, me parece, sabe alemán y todo. Tiene dos hijas que también saben alemán, pero en cambio no saben español. Qué cagada, ¿verdad? Diego es menos escribidor que Braille, y eso que su especialidad es la literatura, pero, naturalmente, la literatura suiza. Para las navidades manda también su tarjeta, en la que las niñas ponen sus saludos pero en alemán. Yo no sé alemán, apenas un poco de inglés para defenderme en correspondencia comercial, de la que yo mismo me encargaba cuando era gerente de La Mercantil del Sur, Importaciones y Exportaciones. Digamos, frasecitas como "I acknowledge receipt of your kind letter", o "Very truly yours", lo suficiente para que los de allá puedan contestar "Dear sirs", o "Gentlemen". También ese hijo menor a veces me manda algún regalito, verbigracia un llavero suizo de 18 quilates. En esa ocasión sonreí, como diciendo qué lindo, pero en realidad pensando qué boludo, para qué quiero yo un llavero de oro 18, si estoy aquí semipostrado. De modo que mis contactos con el mundo se reducen a mi hija, cuando entra y me dice qué tal abuelo, a mi yerno cuando ídem, de vez en cuando al médico, al enfermero cuando viene a lavar mis pelotas ya jubiladas, y también el resto de este cuerpo del delito. Bueno, y sobre todo, está mi nieto, que creo es lo único que me mantiene vivo. Es decir, me mantenía. Porque ayer por la mañana vino y me besó y me dijo abuelo, me voy por quince días a Denver con el tío Braille, ya que saqué buenas notas y me gané estas vacaciones. Yo no podía hablar (y no sé si hubiera podido, porque tenía un nudo en la garganta) ya que también estaban en la habitación mi hija y mi yerno y ni yo ni mi nieto íbamos a violar nuestro pacto de sangre. Así que le devolví el beso, le apreté la mano, puse un instante mi muñeca junto a la suya como testimonio de lo que ambos sabíamos, y sé que él entendió perfectamente cuánto lo iba a extrañar ya que no iba a tener a quién contarle cuentos inéditos. Y se fueron. Pero tres o cuatro horas más tarde volvió a entrar Aldo, y me dijo mire, abuelo, que Octavio no se fue por quince días sino por un año y tal vez más, queremos que se eduque en los Estados Unidos, así aprende desde niño el idioma y tendrá una formación que va a servirle de mucho. Él no se lo dijo porque tampoco lo sabía. No queríamos que empezara a llorar, porque él lo quiere mucho, abuelo, siempre me lo dice, y yo sé que usted también lo quiere, ¿no es así? Se lo vamos a decir por carta, aunque mi cuñado lo va a ir preparando. Ah, y otra cosa. Cuando ya se había despedido de nosotros, volvió atrás y me dijo, dale un beso al abuelo y que sepa que estoy cumpliendo nuestro pacto. Y salió corriendo. ¿Qué pacto es ese, abuelo? Cerré los ojos por pudor, aunque como siempre lagrimeo, nadie sabe nunca cuándo son lágrimas de veras, e hice un gesto con la mano como diciendo: cosas de niños. Él se quedó tranquilo y me abandonó, me dejó a solas con mi abandono, porque ahora sí que no tengo a nadie, y tampoco a nadie con quién hablar. Me tomó de sorpresa todo esto. Pero quizá sea lo mejor. Porque ahora sí tengo ganas de morir. Como corresponde a un despojo de ochenta y cuatro años. A mi edad no es bueno tener ganas de vivir, porque la muerte viene de todos modos y a uno lo toma de sorpresa. A mí no.

Ahora tengo ganas de irme, llevándome todo ese mundo que tengo en mi cabeza y los diez o doce cuentos que ya tenía preparados para Octavio, mi nieto. No voy a suicidarme (¿con qué?), pero no hay nada más seguro que querer morir. Eso siempre lo supe. Uno muere cuando realmente quiere morir. Será mañana o pasado. No mucho más. Nadie lo sabrá. Ni el médico (¿acaso se dio cuenta alguna vez de que yo podía hablar?) ni el enfermero ni Teresita ni Aldo. Sólo se darán cuenta cuando falten cinco minutos. A lo mejor Teresita dice entonces papá, pero ya será tarde. Y yo en cambio no diré chau, apenas adiosito con la última mirada. No diré ni chau, para que alguna vez se entere Octavio, mi nieto, de que ni siquiera en ese instante peliagudo violé nuestro pacto de sangre. Y me iré con mis cuentos a otra parte. O a ninguna.



Este texto me causó mucha conmoción (emocional). Me dejo con un nudo en la garganta y un revoltijo en mi mente. Hata cierto punto me causó dolor y en parte, un sentimiento de desazón y desesperanza. Benedetti, claro, sabe muy bien como causar este tipo de sentimientos en mí. Es verdaderamente hermoso, e infinitamente triste también. 

Espero que les guste tanto como a mí. Dejen comentarios acerca de lo que han sentido al leer esto. 

Con mucho amor, Mayo. 
 

sábado, 11 de octubre de 2014

EL SEXO DE LOS ÁNGELES


Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que no lo hacen de la misma manera que los mortales.

Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.

Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias, empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas que, por supuesto, son angelicales.

Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: "Semilla", Ángela, para atizarlo, responde: "Surco". El dice: "Alud" y ella, tiernamente: "Abismo".

Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.

Ángel dice: "Madero". Y Ángela: "Caverna".

Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte, viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su amor.

Él dice: "Manantial". Y ella: "Cuenca".

Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el aire y su expectativa.

Ángel dice: "Estoque", y Ángela, radiante: "Herida". El dice: "Tañido", y ella: "Rebato".

Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles llueve copiosamente sobre el mundo. 

MARIO BENEDETTI

Ayer, en mi club de lectura, nos leyeron esto. El poder de las palabras, el modo en que Benedetti logra hilar todo tan preciosamnete, el uso de las palabras. Te lleva con él a la culminación misma de el amor entre seres celestaliales.

No se trata de creer o no en estos seres, pero si de verdad existieran, ¿de verdad sería así? ¿Cómo te has imaginado a estas figuras? ¿Te ha llevado a algún lugar?

Resulta intrigante y muy interesante al hablar de estos aspectos, ya que te ayudan a darte cuenta del verdadero poder de las palabras