sábado, 10 de enero de 2015

LEER 2

POR ALBERTO MANGUEL 

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Los libros que leímos de niños cambian con nosotros. No sólo las sobrecubiertas se desgarran, las cubiertas se ajan, el papel se vuelve amarillo, la tinta empalidece: las palabras mudan de sentido, los detalles se multiplican, los personajes se hacen más complejos, la acción cambia de rumbo. Los libros de nuestra infancia son más fieles a nosotros, sus lectores, que a aquellos que los han creado.
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Como lectores, nuestro poder es aterrador e inapelable. No nos enternecen ni las suplicas de los críticos, ni las lagrimas de los autores que nos han precedido. Implacables, a través de los siglos, juzgamos y volvemos a juzgar los libros que ya se creían a salvo. Por puras razones de gusto, en el paraíso de la lectura, Cervantes ocupa el mismo lugar que Martorell y Galba han perdido, a pesar del mismo juicio de Cervantes. ¿Nuestros abuelos adoraban a Anatole France y a Mazo de la Roche? A nosotros no nos gustan, al diablo con ellos. ¿Melville fue despreciado y Kafka vendía apenas unos pocos ejemplares? Hoy Melville está sentado a la diestra de Dante y una primera edición de La Metamorfosis vale una pequeña fortuna. Si debemos justificarnos, inventa,os razones estéticas, culturales, filológicas, históricas, filosóficas, morales. Pero la verdad es, que casi todos nuestros juicios son refutables fuera del campo hedonista.
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(...) ¿Qué son las bibliotecas sino archivos de nuestros gustos, museos de nuestros caprichos, catálogos de nuestros placeres? (...)

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Intimidad solitaria y compartida. La lectura nos ofrece también el poder de la inteligencia. ¿Qué otro arte nos permite pensar con Pascal, razonar con Montaigne, meditar con Unamuno, seguir los vericuetos de la mente de Vila-Matas o de Sebald? No se trata de convencerse con argumentos ajenos, lo que se ha llamado "terrorismo intelectual". Se trata de ser invitados a un momento de reflexión, de convertirnos en testigos de la creación de una idea. Se trata de escuchar y pensar. El resultado puede o no ser compartido; poco importa, ya que el recorrido intelectual no prevé ni conclusión ni destino preciso. Cerramos ciertos libros y nos sentimos más inteligentes, resultado que el autor nunca puede prever. "El arte alcanza una meta que nos es la suya", escribió Benjamin Constant hace más de un siglo. Lo mismo puede decirse de la lectura.

El placer de la inteligencia significa al menos dos cosas: disfrutar del uso de la razón y disfrutar del reconocimiento del mundo. Es banal recordar que la lectura nos lleva a regiones insospechadas; menos banal es recordar que nos hace ciudadanos de tales regiones. Para un lector, todo libro es un museo del Universo y, a veces, del Universo mismo. (...) Hay un cuento (ya no sé quién lo escribió) en el que el hombre leyendo las aventuras de otro que se pierde en el desierto, muere de hambre y de sed en su cama, rodeado de comida y bebida. De forma algo más moderada, todo lector conoce el placer de habitar un mundo creado por otros, de ser su explorador y su cartógrafo.

Un autentico explorador goza de lo que encuentra, sea bueno o malo; un lector también.
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