jueves, 26 de marzo de 2015

LOS GUERREROS ROJOS


Este era un Guerrero. Iba a donde quiera que hubiera una batalla, era su alma, su fuerza, su esencia. Siempre luchando, inalcanzable, inagotable, cientos de historia se contaban en torno a él: descendía de los dragones o de las serpientes aladas, tenía sangre de demonio, era inmortal, su padre era uno de los dioses, pero nadie sabía en realidad nada sobre él.

Iba a los campos de batalla y luchaba conforme le distaba su instinto, poco le importaba quienes eran los enemigos o quienes luchaban a su lado. Tan solo le importaba la batalla, el calor, la excitación. Pero una noche, parada sobre una pila de cadáveres, divisó una silueta recortándose contra la tenue luz lunar, la batalla había sido especialmente sangrienta, así que la figura de aquel muchacho delgado lo tomó por sorpresa. Envainó la gran espada, colgó su escudo en las anchas espaldas y se acercó, le sorprendió aún más verlo totalmente ileso.

El Guerrero observó al chico atentamente mientras este se colgaba dos largas espadas en la espalda. Se volteó. Cruzaron miradas, y sin una palabra, se encaminaron juntos hacia el horizonte resplandeciente.

Anduvieron juntos durante cinco inviernos, ambos eran tan callados que en las tranquilas tardes en las que se sentaban en el campo viendo hacia la blanca llanura, ni siquiera el viento se atrevía a perturbar su silencio.

Cazaban, iban a los campos de batalla, y con un dejo inhumano, mataban a todos sus oponentes: el Guerrero con ojos y espada como fuego y el muchacho con ojos de hielo y espadas invisibles.

Sin embargo, hubo algo lo suficientemente fuerte para que esa inhumana tranquilidad se fuera.

La princesa bárbara sostenía un gran libro en su regazo y asentía para sí. De repente, un mensajero entró a la gran sala. El Reino del Este, que tenía por rey a un humano especialmente sanguinario les había declarado la guerra, y se encontraba en los límites mismos del Reino.

Axis escuchó atentamente, cuando terminó, se levantó y con una silenciosa orden, varios bárbaros aparecieron de entre las sombras.

-Llamad a todos. Preparaos.

A la mañana siguiente todos los guerreros estaban de pie ante Anix, esta, a lomos de un caballo negro como el abismo, y con las armas a punto, inició la marcha hacía las fronteras.

La batalla comenzó. Axis, al frente, arremetió con todas sus fuerzas guiando a su ejército. Cortaba cuellos con sus largos cuchillos y daba muerte constante con flechas certeras. Al cabo de un rato, ningún enemigo osaba a acercársele.

Entonces lo vio, dos largas espadas rápidas y certeras, cortando todo lo que estuviera cerca. Ágil y feroz. Al parecer luchaba de su lado.

Al lado de él, un hombre mayor, luchaba con una furia intensa y contenida.

Al verla distraída, un enemigo la derribó del caballo. Reaccionó rápido. Un corte limpio.

Al cabo de un rato, los enemigos se retiraron viéndose reducidos a menos de la mitad.

Los bárbaros lanzaron gritos de triunfo al aire.

Anix se acercó a los guerreros. El menor era como de su edad, se fijó en su expresión ceñuda. Era hermoso. Despedía una frialdad oscura.

El mayor era todo fuego, un guerrero llamado Kurlsor. Había crecido oyendo historias sobre él.

-Es un honor combatir a su lado-Dijo Anix con voz suave- Yo soy Anix, gobernante de Ikrar, como muestra de mi agradecimiento, os invito a comer y beber en mi mesa, en el castillo.

-No hemos luchado del lado de nadie- Respondió Kurlsor- Luchamos solo por nosotros.

-Aun así, han ayudado a mi causa

-Aceptaremos la invitación, dado que es la princesa misma quien la hace-Dijo Kurlsor

Regresaron al castillo.

Anix los recibió con extrema cortesía, nunca hablaba con ellos, pero al cabo de dos semanas se presentó ante Kurlsor.

-Quisiera batirme en duelo contra usted.

-Solo lucho a muerte princesa- Respondió Kurlsor

-Yo también

-¿Cómo puede estar tan segura?

-Soy la mejor entre todos en este Reino, y en el Reino del Norte y el Este, y el Oeste. Cuando lo supere, nadie jamás osará desafiarme.

-No combato en duelos, solo en grande Batallas, pero si quiere probarse, pelee contra Ian.

-¿Ian?- preguntó desconcertada.

-El muchacho que viaja conmigo, al igual que usted, se ha ganado las correas rojas, hablad con él.

Encontró a Ian en uno de los patios traseros. Estaba oscuro y lleno de maleza salvaje y oscura. Este ni siquiera se movió.

-Te reto a un duelo Ian- dijo Anix con voz grave.

El muchacho no se inmutó.

-Contigo podré pelear y probarme frente a aquellos que aún se atreven a desafiarme

-Pruébate con ellos entonces- Respondió Ian con voz seca

-No se atreven a desafiarme abiertamente.

-Desafíalos tú entonces.-

-No lo merecen, en cambio tú llevas las correas rojas. Solo los mejores guerreros las portan-

-Solo peleo a muerte- Dijo Ian con voz afilada

-Igual yo-

La semana siguiente, mientras Anix se ajustaba las cintas a su delgada figura, Ian la esperaba en medio de la plaza mayor con la camisa al aire y las espadas en las largas manos.

La vio acercándose, majestuosa y orgullosa, grácil, y sintió como si viera por primera vez, y por un momento, la oscuridad se fue de su corazón. Se admiró de la belleza de la princesa bárbara.

Comenzaron a luchar, e Ian olvidó todo excepto la batalla en la que se encontraba.

Verlos luchar era como ver a dos dragones en una batalla tan vieja como el mundo, una lucha legendaria y sorprendente. Los bárbaros no se atrevías ni siquiera a parpadear.

Un mandoble. Una estocada. Podían oír sus corazones. Finta y luego ataque. Defensa, dos pasos atrás. Otro ataque. Cada vez más cerca. Embestida. Axis en el suelo. Desarmada y humillada. Las espadas de Ian en su delicado cuello desnudo. Presionando cada vez más. Tan cerca de la victoria. Otro contrincante derrotado.

Pero la miró. Y sus brazos, y su boca y sus ojos y su alma y todo su ser dejaron de pertenecerle.

Sin una palabra, retiró las espadas, dio media vuelta, y se fue.

Axis jamás se había sentido tan débil, tan impotente y el sentimiento la asqueó, llena de enojo, se paró y se encerró en el castillo.

Mientras tanto, Ian tomaba una decisión.

Se quedó en el reino durante unos meses más. Acercándose a Anix poco a poco, luchando junto a ella, cubriéndola, y el frío y la oscuridad en sus ojos iba desapareciendo.

Le declaró su amor.

Anix aceptó, y sonriendo tontamente, disimulando su odio y rencor, se casó con Ian.

Este le cantó canciones hermosas capaces de hacer llorar a los más recios guerreros.

Pero Anix se mantenía imperturbable.

Le regaló flores y mató en su nombre.

La princesa bárbara acumulaba más odio cada día que lo veía.

Ian perdió el frío y la oscuridad, y aquello por lo que Anix alguna vez había sentido respeto.

Durante tres primaveras la princesa bárbara encerró su odio, su furia y su rencor en lo más recóndito de su alma.

Y una noche, sin aguantarlo más, mientras Ian dormía profundamente a su lado, lo pinchó con una aguja finísima impregnada con el más mortal de los venenos.

Pero de alguna forma, Ian sobrevivió y se sumergió en el más profundo y silencioso sufrimiento.
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El reino esperó largo tiempo, pasaron meses, y aunque el corazón de Ian seguía latiendo, sabían que jamás despertaría. Anix guardó luto por él. Fingiendo dolor y amor, cosas que jamás había sentido.
Kurlsor volvió al reino al enterarse del estado de Ian. Volvió en silencio, en las sombras. Y cuando lo vio, tendido en las sábanas, sintió que el corazón que no sabía que tenía se le partía en pedazos.

Encontró a Anix en el mismo patio en el que esta había retado a Ian tiempo atrás.

Observó con atención a la llorosa viuda. No dijeron una sola palabra. Pero Kurlsor lo entendió.
Desesperado y roto de dolor, el Guerrero emprendió un viaje hacía los confines mismos del mundo, donde ni los más locos se atrevían a ir.

Decían que el gran mago Qüerbark vivía ahí, en lo más profundo del bosque, decían que las hadas y los silfos vivían ahí, que aún quedaban unicornios vivos en ese bosque, pero Kurlsor no encontró nada de esto, era como si el bosque mismo le dejara pasar, sin revelar el más mínimo de sus secretos. El mago se presentó ante él cuando este llevaba ya varias semanas de viaje. Lo estaba esperando, pero no tenía nada que lo pudiera ayudar. El veneno había infectado su alma ya, era demasiado tarde para Ian.

Pero si había algo que podía hacer.

El Guerrero regresó al reino de Anix, desesperanzado, con el fuego apagado, ahora, solo había hielo y tinieblas.

La encontró en la sala del trono, sola.

-¿Al fin aceptarás mi reto?- Preguntó ella con voz ronroneante.

Sin una palabra, Kurlsor sacó su espada. Anix tomó sus armas, y con una sonrisa en la cara, lo atacó.
Lucharon con furia, con odio. Esta vez no había espectadores, solo ellos dos, y estaban igualados.
Anix arremetía con todo su rencor, sus largos cuchillos apenas rozando la piel del Guerrero, buscando huecos en su defensa, este, ponía toda su fuerza en cada estocada, haciendo que ella retrocediera cada vez más. La acorraló contra su propio trono, la desarmó; pero Anix le dio una patada en el pecho que lo hizo retroceder, ella se descolgó el largo arco de la espalda, el Guerrero cerró los ojos un momento y cuando los abrió, con una sonrisa siniestra en el delicado rostro, Anix disparó.

La flecha atravesó el corazón del Guerrero. Pero se mantuvo en pie, y con un grito salvaje, ensartó a la princesa bárbara en su poderosa espada.

Aún con una expresión de desconcierto en el rostro, Anix cayó al suelo.

El Guerrero se apresuró a la habitación del muchacho. La fuerza lo abandonaba. Se quitó la flecha dorada del pecho. Subió el último peldaño y dejando un rastro de sangre llegó junto a Ian.

Se sacó el cuchillo del cinto.

-Ave Atque Vale 1 Guerrero- Dijo mientras lo hundía en el corazón del muchacho.

Las palabras de despedida que los grandes guerreros escuchaban antes de morir resonaban en los oídos de Kurlsor cuando este cayó al suelo, y por un terrible momento solo sintió dolor.

El Gran Guerrero de Fuego tomó el cuchillo ensangrentado en las poderosas manos, y con su último aliento, lo enterró en su corazón.








Este cuento es de mi autoría. Por favor dejen sus comentarios sobre él. 

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