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miércoles, 27 de mayo de 2015

El que inventó la pólvora. Carlos Fuentes.

Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.

La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.

Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.

El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.

Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. 

Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. 

Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.

La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)

Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.

El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).

Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.

Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.

La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.

Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.

Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.

¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.

No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.

Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:

«USEN TODO... TODO... TODO»

Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos...

Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...

miércoles, 6 de mayo de 2015

Cuento -título en proceso-

1
No me gustan los hospitales, pienso mientras me inyectan Afinitor, Avastin y Becenum en la venas. Me mantienen medio viva. Por un tiempo.

Es el olor, un olor a desinfectante, todo blanco y pulcro, demasiado limpio, demasiado perfecto. O tal vez es la silla, es la silla más incómoda del mundo. Pero tengo la ligera sensación de que no es culpa de la silla. Es que últimamente nunca estoy cómoda. Los músculos, los huesos,  se atrofian, a veces me falta el aire. No tengo fuerzas para nada. El doctor dice que son los medicamentos. Casi siempre lo ignoro, no hago muchos esfuerzos para no sentirlo tanto. Pero a veces se vuelve imposible.
Terminan, debo quedarme una hora más. Me empiezan a dar nauseas otra vez. Trato de ignorarlas. Detesto vomitar.

Vomito.

Puedo ver los trozos de almuerzo que a duras penas pude tragar.
Miro la cara de mi mamá. La tranquilizo con mi mirada. Se sienta frente a mí. Toma su libro otra vez.
Cierro los ojos. Me recargo en la maldita silla. Ignoro las náuseas. Me imagino que estaría haciendo ahora si mi cerebro no estuviera jodido con un  tumor. Estaría presentando mi examen para la facultad de filosofía. Contestando una pregunta idiota sobre lo que dijo algún fulano con nombre pomposo hace 200 años. Pero no le sé, nunca lo sabré.

Me quedo dormida sin darme cuenta, cada vez me pasa más eso. Mi mamá me mueve suavemente. Ha terminado por hoy. Me pongo la gorra. Estoy cansada.

2
Llego a casa y me acuesto en el sofá. Me duermo, estoy muy cansada. Antes dormía para olvidarme de las cosas, para no ver la cara de mis padres, ahora me duermo porque no aguanto el cansancio.
Me detectaron el tumor hace casi 6 meses. El maldito y desgraciado tumor en mi maldita y desgraciada cabeza. Recuerdo que el doctor repetía una y otra vez lo que tenía. Pero no necesitaba explicarlo. Cuando me lo detectaron, me deprimí por un tiempo, pero me di cuenta de que no valía la pena. Lo único que lograba era hacerme sufrir y hacer sufrir a mi padres, después de todo, peor que tener cáncer, es tener un hijo con cáncer. Eso es de John Green, no mío, pero vamos, en la nóvela la protagonista tiene cáncer; eso es lo más cercano a la realidad respecto a mi, porque no voy a tener al amor de mis meses, no voy a encontrar un chico con una pierna y no voy a perderlo tampoco. No voy a besarme con él y no voy a viajar a Ámsterdam a perder mi virginidad y conocer a mi escritor favorito. Porque ese tipo de cosas jamás me suceden a mí, siempre le suceden a otros, nunca a mí.

Después de un par de meses volví a la normalidad. Más o menos. Hace una semana me puse realmente mal. Pensé que era el último día. Sentí de verdad que moría. Pero no fue así. Qué lástima.  Estuve hospitalizada durante una semana. Dejé de ir a la escuela. 

Cumplí 18 hace tres días.

3
Mi mamá insiste en que me arregle, pero el único lugar al que voy es al hospital. Estoy siempre en casa. Hago mil y una manualidades, leo todos los libros que puedo, aumento mis seguidores en línea a montones, a veces cocino, toco la guitarra (he mejorado mucho). Duermo un montón (el sueño es bueno para los enfermos). El dolor sigue ahí, constante, sé que no se va a ir.

Tomo un montón de pastillas todos los días. Pienso.

Últimamente me he cuestionado más mi espiritualidad. Estoy casi convencida de que "Dios" no existe, y si existe, hace mucho que nos abandonó. Creo que soy una prueba de ello. Tenía tantos planes, dejar la casa, hacer algo por el mundo porque nadie va a venir a salvarnos. Porque estamos solos. La idea en si es algo deprimente, creo. Trato de imaginarme que hay después. He tomado precauciones: si hay un barquero a quien pagarle, tengo un par de dracmas (me costó bastante conseguirlos). Tengo diversas figuras, diversos símbolos, muchos son muy extraños, antiguos, ninguno que no sea a. C., me he hecho unos epitafios y he robado algunos de grandes personajes de la historia. Incluso he hecho una lista de las cosas que quiero (y que no quiero) cuando muera:
                1. No ir de negro al funeral (el negro no es para los funerales); me gusta más el blanco, tal vez azul.
                2. No llevar nadie que tenga que ver con "Dios" no un padre, no alguien que rece a cosas inútiles, no nada.
                3. Grabar las marcas y epitafios correspondientes en la lápida (se dejará una lista detallada).
                4. Sembrar 5 árboles, no importa dónde.
                5. No hacer rezos, o 40 días, o 50 días, o 100 días, o un año. NADA.
                6. Padres: carry on.

4
Despierto. Me duele  el cuerpo. Ayer exploté (figurativamente), por desgracia.

Mi mamá estaba insistiendo en que todavía podía llevar una vida normal. Pero no puedo. No puedo porque las demás personas no están muriendo. Porque cada vez que voy a algún lado me encuentro con las asquerosas expresiones de lástima en los rostros de todos.
-¿Por qué no vas al cine con algún amigo?
-No tengo amigos desde la primaria mamá.
-Eso es porque siempre alejas a todos. Podrías hacer algunos si no fueras tan grosera.
-Soy honesta, no grosera, no es mi culpa que a la gente no le guste la verdad.
-Podrías intentarlo
-¿Para qué? ¿De qué sirve?
-…
-¿Para qué vallan a mi funeral?
-No digas eso
-Es la vedad mamá. Voy a morir. Esto ni siquiera es una lucha. Toda esa estupidez de la "lucha contra el cáncer" ¡No tiene sentido! ¡No puedes luchar contra algo que al final va a ganar! Puede entrar en recesión ¿3, 4 años?  Tal vez hasta diez si te vendes la casa. ¿Y luego qué? Va a volver. Siempre va a volver. Y al final me va a matar. Yo ya lo acepté. Acéptalo tu también.

Vi las lágrimas en las mejillas de mi madre. Hace una semana dejé la quimioterapia.

5
No voy a dejar que gane, si voy a morir va a ser cosa mía. Cuando estás enferma (mortalmente enferma), todos te miran con lástima y te dan todo lo que pides. Así que aquí va.

PLAN A
                1. Cada vez que veía a mis tios o a mis abuelos les pedía dinero (notese que tienen que ser buenas excusas y que no pueden ser repetidas).
                2. Cuando tuve lo suficiente, hice que un tipo con pinta de ladrón me comprara lo que quería en la farmacia por una pequeña comisión.
                3. Falló. Si era un ladrón.
Pero todas las grandes misiones deben tener un plan B.

PLAN B
Usar la tarjeta de crédito de mi papá y comprar en línea. La cosa con este plan es que necesito una cédula de médico para comprar.
Se la robé a mi tío, además también tengo sus datos. Además, la otra cosa con el plan B es que es más apresurado, porque mi papá se puede dar cuenta.
Se pondrá en acción el 17 de febrero (día del pedido). El paquete llegará el día 25 a lo mucho. Y el 29 será el día. Sí, me gusta el 29 de febrero.

6
Ayer me llegó el paquete. 26 de febrero... Dos cajas de flamantes pastillas azules. Preciosas.
Hoy me puse triste, me puse triste por los sueñas perdidos, porque tenía tantos planes, porque queria viajar, conocer el mundo, tener aventuras. Me puse triste por las cosas que no voy a llegar a hacer, por lo que jamás voy a tener. Porque es injusto, tan malditamente injusto.  Porque amo la vida, y aun así, aunque la amo más que muchas personas, aun así cada día me veo muriendo frente al espejo.
El cabello me ha crecido otra vez, lo tengo como de chico. Creo que me queda bien.

7
Les he dejado una carta a mis padres con instrucciones precisas. Como lo que quiero en la lápida y lo que no quiero en el funeral.
Me he puesto los jeans más viejos que tengo, las botas más gastadas y mi camiseta favorita. Me acuesto. Miro la casa de muñecas, los libros, la guitarra en una esquina. Las paredes de crayola. Los posters. La computadora. Casi se me salen las lágrimas. Casi.
Tengo un vaso muy grande de agua. Las pastillas. Me recargo contra la pared y me las empiezo a tragar. Una por una. Ya no necesito el agua. Una lágrima resbala por mi mejilla. Respiro hondo. Me acuesto de nuevo. Inhalo. Exhalo.

Sonrío.

Cierro los ojos.

8
Amaba la vida. Lo hacía, tanto que a veces dolía. Pera esa oscura, huesuda, con los ojos de piedras preciosas y el manto oscuro me atrae. No la veo, la siento en lo más hondo de mí. Me jala. Cada vez más. Me jala de los pies y de las manos, me jala las piernas, el tronco, la cabeza. Y olvido, me olvido de la hermosa vida. Ella me hace olvidarla. Olvido cuanto la amaba, olvido los sueños, las metas. Las esperanzas. Olvido la vida. Olvido todo, olvido, olvido, olvido.
Abro los ojos, ahí está. 

Abril Bernabé




ESTE ES UN CUENTO ORIGINAL MÍO. PUEDEN TOMARLO Y USARLO SIEMPRE Y CUANDO MENCIONEN LA FUENTE. ARIGATOU GOZAIMAZU!

jueves, 26 de marzo de 2015

POR FALTA DE PALABRAS. Haruki Murakami.

Una bella mañana de abril, por una estrecha callejuela de Harajuku, el barrio de moda, pasé junto a la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no es tan bonita. No se destaca de ninguna forma. Su ropa no es nada especial. Su cabello está todavía despeinado de recién haberse levantado. Tampoco es joven, - debe estar cerca de los treinta, no está ni cerca a ser una "chica” propiamente dicha. Aún así, lo sé a cincuenta yardas de distancia: es la chica 100% perfecta para mí. Del momento que la vi, está este estruendo en mi pecho, y mi boca está tan seca como un desierto.
Quizás tengas tu propio y particular tipo de chica favorita - una de tobillos delgados, digamos, o de ojos grandes o dedos bonitos, o te gustan, por ningún motivo en especial, las chicas que se toman su tiempo al comer. Yo tengo mis preferencias, claro. A veces en un restaurant me sorprendo a mí mismo observando a la chica de al lado porque me gusta la forma de su nariz.
Pero nadie puede empeñarse en decir que su chica 100% perfecta corresponde a algún tipo preconcebido. A pesar de que me gustan tanto las narices, no puedo recordar la forma de la suya - o siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar con seguridad es que no era una gran belleza. Esto es raro.

“Ayer en la calle pasé junto a la chica 100%”, le conté a alguien.
--“¿Sí?”-- dijo. --“¿Bonita?”
“En realidad, no”
--“Tu tipo favorito, ¿entonces?”
“No lo sé. Al parecer no puedo recordar nada de ella - la forma de sus ojos o el tamaño de sus pechos.”
--“Extraño.”
“Sí. Extraño.”
--“Bueno, de todos modos,”-- dijo, empezando a aburrirse ---“¿qué hiciste? ¿le hablaste? ¿la seguiste?”
“Nada. Sólo pasar junto a ella en la calle.”

Ella está pasando de este a oeste, y yo de oeste a este. Es en verdad una bella mañana de abril.
Desearía poder hablar con ella. Media hora sería suficiente: solo preguntarle acerca de ella, contarle acerca de mí, y - lo que realmente me gustaría hacer - explicarle las complejidades del destino que nos llevó a pasar uno junto al otro en una calleja de Harajuku una bella mañana de abril en 1981. Seguramente estaría llena por completo de cálidos secretos, como un reloj antiguo construido cuando la paz llenó el mundo.
Después de hablar, almorzaríamos en algún lado, tal vez veríamos una película de Woody Allen, nos detendríamos en el bar de un hotel por cocktails. Con un poco de suerte, terminaríamos en la cama.

La potencialidad toca a la puerta de mi corazón.
Ahora la distancia entre nosotros ha disminuido a quince yardas.
¿Cómo puedo abordarla? ¿Qué debería decir?

“Buenos dias señorita. Cree usted que podría concederme media hora para una pequeña conversación?”

Ridículo. Suena como a un vendedor de seguros.

“Disculpe, ¿sabe usted si hay alguna lavandería de turno en el vecindario?”

No, esto también es ridículo. No estoy llevando nada para lavar, para empezar. Quien se creería un cuento como ese?
Tal vez la simple verdad lo logre: “Buenos dias. Eres la chica 100% perfecta para mí.”

No. Ella no lo creería. O aunque lo hiciera, ella podría no querer hablar conmigo. --"Disculpa"--, ella podría decir, --"yo puedo ser la chica 100% perfecta para tí, pero tú no eres el chico 100% para mí"--. Podría pasar. Y de encontrarme en esa situación, probablemente me derrumbaría. Nunca me recuperaría del golpe. Tengo treinta y dos, y de esto se trata el hacerse viejo.
Pasamos frente a una florería. Una pequeña, cálida masa de aire toca mi piel. El asfalto está húmedo y a mí llega el aroma de las rosas. No puedo decidirme a hablarle. Ella lleva un suéter blanco, y en su mano derecha lleva un delicado sobre blanco, con solo una estampilla. Entonces: ella le ha escrito una carta a alguien, tal vez se pasó toda la noche escribiendo, a juzgar por el cansancio en su mirada. El sobre podría contener todos y cada uno de los secretos que alguna vez guardó.
Doy unos cuantos pasos más y me doy vuelta: Ella se ha perdido en la muchedumbre.
Ahora claro, ya sé exactamente lo que debería haberle dicho. Podría haber sido un largo discurso, aunque, aún más largo para mí el expresarlo adecuadamente. Las ideas que se me ocurren nunca son muy prácticas.
O, bien: habría comenzado con un "Había una vez" y terminado con un "Una historia triste, no crees?"

Había una vez un chico y una chica. El chico tenía dieciocho y la chica dieciséis. Él no era precisamente apuesto, y ella no era especialmente hermosa. Ellos eran solamente un chico solitario ordinario y una ordinaria chica solitaria, como todos los demás. pero ellos creían con todo el corazón que en algún lugar del mundo vivía el chico 100% perfecto y la chica 100% perfecta para ellos. Si, ellos creían en un milagro. Y ese milagro realmente sucedió.

Un dia los dos se llegaron a encontrar en la esquina de una calle.

"Esto es asombroso," dijo él. "Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no creas esto, pero tú eres la chica 100% perfecta para mí."
"Y tú," le dijo ella, "eres el chico 100% perfecto para mí, exactamente como te había imaginado en cada detalle. Es como un sueño."
Se sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos, y se contaron sus historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Habian encontrado y habían sido encontrados por su otro 100% perfecto. Que maravilloso es, encontrar y ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Es un milagro, un milagro cósmico.
Mientras se sentaban y hablaban, sin embargo, una pequeña, pequeñísima astilla de duda se incrustaba en sus corazones: ¿estaba realmente bien que los sueños de uno se hagan realidad tan fácilmente?
Y entonces, cuando hubo un momento de pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica, “Probémonos, solo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos uno del otro, entonces alguna vez, en algún lugar, sin duda nos volveremos a encontrar. Y cuando eso pase, y sepamos que somos 100% perfectos el uno para el otro, nos casaremos ahí mismo. ¿Qué te parece?”
"Sí," dijo ella, "Eso es exactamente lo que debemos hacer."
Y así partieron, ella al este, y él al oeste.
Sin embargo, la prueba a la que accedieron era completamente innecesaria. Nunca debieron tomarla, porque eran realmente los amantes 100% perfectos uno del otro, y había sido un milagro el que se hayan llegado a encontrar. Pero era imposible para ellos saber esto, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas del destino procedieron a sacudirlos sin misericordia.
Un invierno, ambos, el chico y la chica cayeron víctimas de la terrible gripe de la temporada, y después de haber estado debatiéndose entre la vida y la muerte durante semanas, perdieron la memoria de sus años anteriores. Cuando se recuperaron, sus cabezas estaban tan vacías como la alcancía del joven D. H. Lawrence.
Ellos eran sin embargo, dos brillantes y decididos jóvenes, y gracias a sus continuos esfuerzos fueron capaces de obtener nuevamente el conocimiento y los sentimientos que los calificaron para volver como personas de bien a la sociedad. Gracias al cielo, se convirtieron verdaderamente en ciudadanos comunes que sabían como pasar de una linea de subterráneo a otra, que eran completamente capaces de enviar una carta por correo especial en la oficina postal. De hecho, llegaron a experimentar nuevamente el amor, a veces tanto como un 75% o hasta un amor al 85%.

El tiempo pasó con una rapidez pasmosa, y pronto el chico tenia 32, la chica 30.

Una hermosa mañana de abril, en busca de una taza de café para empezar el día, el chico estaba caminando de oeste a este, mientras que la chica, con la intención de enviar una carta por correo especial, iba caminando de este a oeste, pero por la misma estrecha calle en el vecindario de Harajuku en Tokio. Ellos pasaron uno junto al otro en el mismo centro de la calle. El destello mas debil de sus recuerdos perdidos brilló tenue por un instante en sus corazones. Cada uno sintió un estruendo en su pecho. Y ellos lo supieron:

Ella es la chica 100% perfecta para mí.
Él es el chico 100% perfecto para mí.

Pero la luz de sus recuerdos era ya muy débil, y sus pensamientos ya no tenían la claridad de hace catorce años. Sin una palabra, pasaron uno junto al otro, desapareciendo entre la muchedumbre.

Para siempre.

LOS GUERREROS ROJOS


Este era un Guerrero. Iba a donde quiera que hubiera una batalla, era su alma, su fuerza, su esencia. Siempre luchando, inalcanzable, inagotable, cientos de historia se contaban en torno a él: descendía de los dragones o de las serpientes aladas, tenía sangre de demonio, era inmortal, su padre era uno de los dioses, pero nadie sabía en realidad nada sobre él.

Iba a los campos de batalla y luchaba conforme le distaba su instinto, poco le importaba quienes eran los enemigos o quienes luchaban a su lado. Tan solo le importaba la batalla, el calor, la excitación. Pero una noche, parada sobre una pila de cadáveres, divisó una silueta recortándose contra la tenue luz lunar, la batalla había sido especialmente sangrienta, así que la figura de aquel muchacho delgado lo tomó por sorpresa. Envainó la gran espada, colgó su escudo en las anchas espaldas y se acercó, le sorprendió aún más verlo totalmente ileso.

El Guerrero observó al chico atentamente mientras este se colgaba dos largas espadas en la espalda. Se volteó. Cruzaron miradas, y sin una palabra, se encaminaron juntos hacia el horizonte resplandeciente.

Anduvieron juntos durante cinco inviernos, ambos eran tan callados que en las tranquilas tardes en las que se sentaban en el campo viendo hacia la blanca llanura, ni siquiera el viento se atrevía a perturbar su silencio.

Cazaban, iban a los campos de batalla, y con un dejo inhumano, mataban a todos sus oponentes: el Guerrero con ojos y espada como fuego y el muchacho con ojos de hielo y espadas invisibles.

Sin embargo, hubo algo lo suficientemente fuerte para que esa inhumana tranquilidad se fuera.

La princesa bárbara sostenía un gran libro en su regazo y asentía para sí. De repente, un mensajero entró a la gran sala. El Reino del Este, que tenía por rey a un humano especialmente sanguinario les había declarado la guerra, y se encontraba en los límites mismos del Reino.

Axis escuchó atentamente, cuando terminó, se levantó y con una silenciosa orden, varios bárbaros aparecieron de entre las sombras.

-Llamad a todos. Preparaos.

A la mañana siguiente todos los guerreros estaban de pie ante Anix, esta, a lomos de un caballo negro como el abismo, y con las armas a punto, inició la marcha hacía las fronteras.

La batalla comenzó. Axis, al frente, arremetió con todas sus fuerzas guiando a su ejército. Cortaba cuellos con sus largos cuchillos y daba muerte constante con flechas certeras. Al cabo de un rato, ningún enemigo osaba a acercársele.

Entonces lo vio, dos largas espadas rápidas y certeras, cortando todo lo que estuviera cerca. Ágil y feroz. Al parecer luchaba de su lado.

Al lado de él, un hombre mayor, luchaba con una furia intensa y contenida.

Al verla distraída, un enemigo la derribó del caballo. Reaccionó rápido. Un corte limpio.

Al cabo de un rato, los enemigos se retiraron viéndose reducidos a menos de la mitad.

Los bárbaros lanzaron gritos de triunfo al aire.

Anix se acercó a los guerreros. El menor era como de su edad, se fijó en su expresión ceñuda. Era hermoso. Despedía una frialdad oscura.

El mayor era todo fuego, un guerrero llamado Kurlsor. Había crecido oyendo historias sobre él.

-Es un honor combatir a su lado-Dijo Anix con voz suave- Yo soy Anix, gobernante de Ikrar, como muestra de mi agradecimiento, os invito a comer y beber en mi mesa, en el castillo.

-No hemos luchado del lado de nadie- Respondió Kurlsor- Luchamos solo por nosotros.

-Aun así, han ayudado a mi causa

-Aceptaremos la invitación, dado que es la princesa misma quien la hace-Dijo Kurlsor

Regresaron al castillo.

Anix los recibió con extrema cortesía, nunca hablaba con ellos, pero al cabo de dos semanas se presentó ante Kurlsor.

-Quisiera batirme en duelo contra usted.

-Solo lucho a muerte princesa- Respondió Kurlsor

-Yo también

-¿Cómo puede estar tan segura?

-Soy la mejor entre todos en este Reino, y en el Reino del Norte y el Este, y el Oeste. Cuando lo supere, nadie jamás osará desafiarme.

-No combato en duelos, solo en grande Batallas, pero si quiere probarse, pelee contra Ian.

-¿Ian?- preguntó desconcertada.

-El muchacho que viaja conmigo, al igual que usted, se ha ganado las correas rojas, hablad con él.

Encontró a Ian en uno de los patios traseros. Estaba oscuro y lleno de maleza salvaje y oscura. Este ni siquiera se movió.

-Te reto a un duelo Ian- dijo Anix con voz grave.

El muchacho no se inmutó.

-Contigo podré pelear y probarme frente a aquellos que aún se atreven a desafiarme

-Pruébate con ellos entonces- Respondió Ian con voz seca

-No se atreven a desafiarme abiertamente.

-Desafíalos tú entonces.-

-No lo merecen, en cambio tú llevas las correas rojas. Solo los mejores guerreros las portan-

-Solo peleo a muerte- Dijo Ian con voz afilada

-Igual yo-

La semana siguiente, mientras Anix se ajustaba las cintas a su delgada figura, Ian la esperaba en medio de la plaza mayor con la camisa al aire y las espadas en las largas manos.

La vio acercándose, majestuosa y orgullosa, grácil, y sintió como si viera por primera vez, y por un momento, la oscuridad se fue de su corazón. Se admiró de la belleza de la princesa bárbara.

Comenzaron a luchar, e Ian olvidó todo excepto la batalla en la que se encontraba.

Verlos luchar era como ver a dos dragones en una batalla tan vieja como el mundo, una lucha legendaria y sorprendente. Los bárbaros no se atrevías ni siquiera a parpadear.

Un mandoble. Una estocada. Podían oír sus corazones. Finta y luego ataque. Defensa, dos pasos atrás. Otro ataque. Cada vez más cerca. Embestida. Axis en el suelo. Desarmada y humillada. Las espadas de Ian en su delicado cuello desnudo. Presionando cada vez más. Tan cerca de la victoria. Otro contrincante derrotado.

Pero la miró. Y sus brazos, y su boca y sus ojos y su alma y todo su ser dejaron de pertenecerle.

Sin una palabra, retiró las espadas, dio media vuelta, y se fue.

Axis jamás se había sentido tan débil, tan impotente y el sentimiento la asqueó, llena de enojo, se paró y se encerró en el castillo.

Mientras tanto, Ian tomaba una decisión.

Se quedó en el reino durante unos meses más. Acercándose a Anix poco a poco, luchando junto a ella, cubriéndola, y el frío y la oscuridad en sus ojos iba desapareciendo.

Le declaró su amor.

Anix aceptó, y sonriendo tontamente, disimulando su odio y rencor, se casó con Ian.

Este le cantó canciones hermosas capaces de hacer llorar a los más recios guerreros.

Pero Anix se mantenía imperturbable.

Le regaló flores y mató en su nombre.

La princesa bárbara acumulaba más odio cada día que lo veía.

Ian perdió el frío y la oscuridad, y aquello por lo que Anix alguna vez había sentido respeto.

Durante tres primaveras la princesa bárbara encerró su odio, su furia y su rencor en lo más recóndito de su alma.

Y una noche, sin aguantarlo más, mientras Ian dormía profundamente a su lado, lo pinchó con una aguja finísima impregnada con el más mortal de los venenos.

Pero de alguna forma, Ian sobrevivió y se sumergió en el más profundo y silencioso sufrimiento.
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El reino esperó largo tiempo, pasaron meses, y aunque el corazón de Ian seguía latiendo, sabían que jamás despertaría. Anix guardó luto por él. Fingiendo dolor y amor, cosas que jamás había sentido.
Kurlsor volvió al reino al enterarse del estado de Ian. Volvió en silencio, en las sombras. Y cuando lo vio, tendido en las sábanas, sintió que el corazón que no sabía que tenía se le partía en pedazos.

Encontró a Anix en el mismo patio en el que esta había retado a Ian tiempo atrás.

Observó con atención a la llorosa viuda. No dijeron una sola palabra. Pero Kurlsor lo entendió.
Desesperado y roto de dolor, el Guerrero emprendió un viaje hacía los confines mismos del mundo, donde ni los más locos se atrevían a ir.

Decían que el gran mago Qüerbark vivía ahí, en lo más profundo del bosque, decían que las hadas y los silfos vivían ahí, que aún quedaban unicornios vivos en ese bosque, pero Kurlsor no encontró nada de esto, era como si el bosque mismo le dejara pasar, sin revelar el más mínimo de sus secretos. El mago se presentó ante él cuando este llevaba ya varias semanas de viaje. Lo estaba esperando, pero no tenía nada que lo pudiera ayudar. El veneno había infectado su alma ya, era demasiado tarde para Ian.

Pero si había algo que podía hacer.

El Guerrero regresó al reino de Anix, desesperanzado, con el fuego apagado, ahora, solo había hielo y tinieblas.

La encontró en la sala del trono, sola.

-¿Al fin aceptarás mi reto?- Preguntó ella con voz ronroneante.

Sin una palabra, Kurlsor sacó su espada. Anix tomó sus armas, y con una sonrisa en la cara, lo atacó.
Lucharon con furia, con odio. Esta vez no había espectadores, solo ellos dos, y estaban igualados.
Anix arremetía con todo su rencor, sus largos cuchillos apenas rozando la piel del Guerrero, buscando huecos en su defensa, este, ponía toda su fuerza en cada estocada, haciendo que ella retrocediera cada vez más. La acorraló contra su propio trono, la desarmó; pero Anix le dio una patada en el pecho que lo hizo retroceder, ella se descolgó el largo arco de la espalda, el Guerrero cerró los ojos un momento y cuando los abrió, con una sonrisa siniestra en el delicado rostro, Anix disparó.

La flecha atravesó el corazón del Guerrero. Pero se mantuvo en pie, y con un grito salvaje, ensartó a la princesa bárbara en su poderosa espada.

Aún con una expresión de desconcierto en el rostro, Anix cayó al suelo.

El Guerrero se apresuró a la habitación del muchacho. La fuerza lo abandonaba. Se quitó la flecha dorada del pecho. Subió el último peldaño y dejando un rastro de sangre llegó junto a Ian.

Se sacó el cuchillo del cinto.

-Ave Atque Vale 1 Guerrero- Dijo mientras lo hundía en el corazón del muchacho.

Las palabras de despedida que los grandes guerreros escuchaban antes de morir resonaban en los oídos de Kurlsor cuando este cayó al suelo, y por un terrible momento solo sintió dolor.

El Gran Guerrero de Fuego tomó el cuchillo ensangrentado en las poderosas manos, y con su último aliento, lo enterró en su corazón.








Este cuento es de mi autoría. Por favor dejen sus comentarios sobre él. 

viernes, 21 de noviembre de 2014

EL BUSCADOR. Jorge Bucay

Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador...

Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra. Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.

Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.

Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir. Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada. Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar. De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar. El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles. Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor. Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:
Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días

Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida. Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar. Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía:
Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas

El buscador se sintió terriblemente conmocionado. Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.Una por una, empezó a leer las lápidas. Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto. Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años... Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.

El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó. Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.

- “No, por ningún familiar”, dijo el buscador. “¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?”

El anciano sonrió y dijo:

- "Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré...: cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:

A la izquierda, qué fue lo disfrutado... A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo...

Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media...?Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso...¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo...?¿Y la boda de los amigos?¿Y el viaje más deseado?¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?¿ Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?¿Horas? ¿Días?

Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos... Cada momento.

Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido".